El 7 de noviembre de 1917, el vasto imperio ruso se encontraba en un punto de inflexión. La Revolución Rusa, un torbellino de pasiones y desesperación, estaba a punto de cambiar el curso de la historia. Durante años, el pueblo ruso había sufrido bajo el yugo opresivo de la dinastía Romanov. La pobreza, el hambre y la injusticia eran moneda corriente. Pero en las sombrías calles de Petrogrado, algo estaba cambiando. Un murmullo se convirtió en un grito, y ese grito se convirtió en una revolución. La dinastía Romanov, que había gobernado con puño de hierro durante más de 300 años, estaba al borde del colapso. Nicolás II, el último zar de Rusia, vio cómo su mundo se desmoronaba a su alrededor. La revolución no fue solo el resultado de años de opresión; fue el resultado de décadas de negligencia, incompetencia y corrupción en los niveles más altos del gobierno. La abdicación de Nicolás II en marzo de 1917 fue solo el comienzo. En noviembre, los bolcheviques, liderados por Lenin, tomaron el control del gobierno y pusieron fin a más de tres siglos de dominio Romanov. El impacto de la Revolución Rusa se sintió en todo el mundo. Fue el nacimiento de un nuevo orden mundial, uno que vería la ascensión de la Unión Soviética como una superpotencia. La revolución también fue un recordatorio sombrío de lo que puede suceder cuando el poder se concentra en manos de unos pocos y la mayoría es ignorada.
Revolución Rusa: El ocaso de los Romanov